lunes, 15 de junio de 2015
Dark Souls, esa oda a la religión.
Antes de entrar en materia debo confesar que no lo he jugado. No obstante, me he informado concienzudamente acerca de su historia y lore para redactar este artículo, algo que habría hecho con la mitología griega si fuese un tipo culto. Tras este exhaustivo estudio he llegado a la conclusión de que Dark Souls tiene el propósito de meter en la cabeza del jugador la importancia de una religión. Es cierto que todo el juego gira en torno a la disparidad, que luz y oscuridad no hacen referencia a conceptos de bien y mal y que en la naturaleza de su universo está que se alternen de forma cíclica; que los dioses son lo que vulgarmente se conoce como gentuza y que nuestra misión pasa por darles muerte sin importar qué decisión tomemos al final de la aventura. Ahora bien: la historia que se nos presenta mantiene un tono neutral, dejando en nuestras manos los juicios de valor en lugar de señalar quién es bueno o malo, y es en esta distancia marcada donde veo una máscara que oculta la cara prorreligión de Dark Souls.
Y es que sólo basta un vistazo para darse cuenta de las terribles consecuencias que tiene para Lordran la decadencia de la Edad de Fuego: el abismo tragándose Oolacile y Nuevo Londo, mientras que la humanidad es azotada por la maldición del no-muerto, que consume la cordura de quienes la padecen con sus sucesivas muertes hasta convertirse en huecos, seres sin conciencia cuyo único impulso es atacar a todo lo que se mueve para así conseguir almas. ¿Quién no ha oído alguna vez que la falta de moral y fe religiosa junto con el consumismo y materialismo exacerbado llevarán a Occidente al colapso? Dark Souls, a su manera, refleja lo que supone un mundo sin Dios, un mundo sin religión. A mí no me la cuelas, Miyazaki.
Podría intentar explayarme más usando el argumento de su secuela, pero Dark Souls 2 no es más que la historia de una lagarta aprovechándose de un calzonazos con poder.
domingo, 7 de junio de 2015
Tengo que bailar, me lo ha dicho Murakami
Aunque sería una pérdida de tiempo negar que me gusta la cultura japonesa, sí que es cierto que no me apasiona especialmente, no al menos hasta el punto de poder considerárseme un friki u otaku. De hecho, sólo hay dos autores nipones cuyas obras haya seguido con interés: Hideo Kojima y Haruki Murakami. Si lo pienso detenidamente, creo que he leído más libros de este señor que obras Manga. Incluyendo Anime, tal vez perdería Murakami por poca diferencia, y eso que tampoco es que haya leído toda su bibliografía precisamente.
Murakami es un novelista curioso. Sus obras, aparte de ser excelentes para ampliar tu cultura musical o aprender sobre gastronomía nipona, suelen moverse entre el realismo con toques autobiográficos (Tokyo blues, Al sur de la frontera, al oeste del sol) y los sucesos paranormales a la japonesa (Kafka en la orilla). En el término medio entre ambos extremos se encuentran las dos últimas novelas que leí: ¡Baila, baila, baila! y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo. En ambas, el protagonista se ve arrastrado a una serie de sucesos extraños, siendo su única opción dejarse llevar por la corriente del destino, atentos a las señales que éste les ofrece para pasar a la acción o tomar determinadas decisiones.
Mi intención en esta entrada es la de centrarme en el enfoque que se le da al acto de dejarse llevar por los acontecimientos en ¡Baila, baila, baila! El protagonista es un redactor freelance que, tras un tiempo soñando de forma recurrente con un hotel de mala muerte en el que se alojó años atrás con una scort, decide volver a éste, convencido de que el sueño trata de decirle algo. Una vez hospedado en el que ahora es un hotel de lujo, se encuentra con un personaje que supone un punto de inflexión en la historia. Este personaje advierte al protagonista que seguirá perdiendo cosas en su vida, y cuando éste le pregunta preocupado qué debe hacer, le da el siguiente consejo: <<Baila. Pase lo que pase no dejes de bailar. Baila de forma que tus pasos deslumbren a quiénes los vean>>.
A decir verdad, estas palabras me vinieron como agua de mayo. Baila. No es para nada un mal consejo. Resulta ser un mensaje de lo más vitalista y que no queda empañado por el aire fatalista de la novela, en la que los hechos clave suceden por "casualidad". Aunque las cosas acaben pasando cuando la trama está a punto de estancarse por necesidad, no ocurrirían jamás si el personaje no estuviera en movimiento contínuamente. El devenir de sus acontecimientos sigue su curso gracias al baile del protagonista, y ahí radica la fuerza de este mensaje. A lo largo de la vida perdemos cosas y, a veces, también nos perdemos nosotros. Sin embargo, ésta sigue, y si nos estancamos corremos el riesgo de perder muchas más cosas de las que hemos perdido ya. Por el contrario, si nos esforzamos en mantenernos en movimiento, en tener un rol activo, la vida puede obsequiarnos con nuevas oportunidades. Es más fácil decirlo que hacerlo, pero intentaré hacer caso a Murakami y no dejaré de bailar.